En casa tenemos pocos espejos. En parte porque no he comprado. Y no he comprado para alimentar más la vanidad que aqueja a ambas ramas de nuestra familia.
La relación entre una persona y su propia imagen está fraguada de altibajos. Es algo como encontrarse con uno mismo en alguna parte y a veces caerse bien y a veces no.
Si, además, tiene uno metido un estándar de cómo se debe ver, ya van entrándole los años, la vida y las libras, el espejo sólo sirve de foco para iluminar defectos, arrugas y lonjas. Algo así como pasa con las luces que lo alumbran a uno desde arriba en los cambiadores de las tiendas de ropa. (Ya, en serio. ¿Cómo demonios pretenden que uno se compre ni un trapo si se mira fatal en esos espejos aumenta-talla?)
Y luego están esos momentos en los que uno se agarra desprevenido. Un reflejo súbito en una vitrina. Un marco puesto en un ángulo diferente. Un cuarto con espejos en el techo (sí, de «esos cuartos», no se me hagan).
Se recuerda la psique que hay una sonrisa torcida que todavía saca buen servicio en un restaurante. Que el pelo aún es abundante. Que, si bien el estómago no está del todo plano, hay un poco de nalga que lo compense.
A veces uno se da una buena sorpresa a uno mismo. Luego se pone uno el bikini y se le pasa.