Tengo un par de días sin niños. Sin gritos. Sin regaños. Sin ruido. Me paso sola con mis libros y mis podcasts y mis proyectos. No puedo decir que me la pase mal. Es más, me ha servido para escarbar mi centro de donde estaba engavetado debajo de los juguetes. Me gusta estar sola. Me gusta estar en silencio.
Hasta que viene mi marido y me salen todas las palabras que no he dicho en el día como agua de una presa rota. Nada trascendental, lo realmente importante ya probablemente lo dije por Telegramm. Es todo ese nudo de ideas y emociones que se juntan en un día normal.
Cuando uno tiene costumbre de estar acompañado, se vuelve de todos los días eso de exprimirse la cuota de palabras que se supone que tiene uno al día. Es lo que nos hace crecer con las personas con las que vivimos. El punto de compartir un espacio físico con alguien es que lo conozcamos a diario. No sirve la cosa si me tengo que sentar con uno de mis peques y averiguar qué ha estado pasando en su cabeza y en su corazón los últimos seis meses. O que lo sepa por dónde está el camino emocional de mi marido. Tampoco funciona no expresar cómo me siento.
El chiste de vivir es que cambiamos. La función de tener pareja y familia es conocer ese cambio y adaptarnos todos.
Y el resultado de pasar sola todo el día es marear al pobre hombre cuando viene a la casa.