Hace poco, molestaba a mi marido diciéndole que había cumplido uno de sus sueños de adolescente. Y, aunque nos reímos mucho, no dejó de ser un poco cierto. Yo recuerdo esos anhelos de cambiar el mundo, inventar la cura contra el cáncer y ser la chica más popular. No había mucha diferencia de prioridades.
Durante la infancia, el cerebro hace todas las conexiones posibles, quedando la ciudad con un montón de calles entre los edificios de neuronas. Luego resulta que uno no las utiliza todas y es momento de hacer un P(lan) de O(ordenamiento) T(territorial), porque tenemos nuestra cabeza hecha un relajo. Y es cuando llegan los de nuestro gobierno hormonal a quitar calles, ampliar las que sí se van a quedar y hacer que todo funcione más eficiente. En los años de adolescencia afianzamos nuestros gustos, sentimos todo en extremo, vemos las posibilidades del mundo y sufrimos. Y sufrimos. Y sufrimos.
Hasta que llega el día en que somos unos ancianos sabios de 20 años, con todo el mundo a nuestros pies y con recién adquirida independencia. Lo cual pareciera una fórmula perfecta para el desastre que generalmente viene. Parte de ese paso es dejar atrás las locuras que queríamos, entre ellas nuestras ilusiones. Nos volvemos unos aburridos de primera.
Recuperar esa ilusión interior de adolescente entusiasta, nos pega años después. Fuerte. Y puede hacer tambalear y hasta derribar nuestra vida, si no está construida sobre bases sólidas. Es la época en la que los hombres hacen sencillo a sus esposas y las mujeres se vuelven brujas. Es cuando vemos que los hijos en los que nos volcamos, no son compañía y se van a ir de la casa dejándonos solos con el extraño con que dormimos. Es cuando pesamos lo que hemos logrado y lo encontramos falto de sustancia.
El reto para no tener que destruir lo que tenemos, es avanzar con la sabiduría adquirida con los años, para cumplir las metas que nos dan ilusión. No perdernos a nosotros mismos entre el trajín de nuestras vidas. La adolescente que vive en algún rincón, se entusiasma con el karate, la carpintería, las locuras con mi marido. Mi adulta se sonríe y sigue afianzando más conocimientos, criando niños, escribiendo. Así, ambas coexistimos sin tener que botarlo todo.