Ayer vi una película en la que la protagonista tiene el pelo en un pixie. Y obvio se me antojó cortármelo así. Esa libertad de andar de cara al aire, sin mucho qué esconder y sin pelo. Hasta que recuerdo lo que cuesta que crezca de nuevo y se me pasa.
Hay algo tan esencial en la forma que nos identificamos con la cara que tenemos, que vuelve el paso del tiempo en un estudio en reconocimiento propio. Antes, cuando no habían espejos, sólo podíamos vernos en reflejos turbios. La principal forma de identificación eran los demás. Nuestro rostro estaba compartido y tal vez eso nos hacía ser mejor parte de un grupo. Ahora nos vemos hasta en los teléfonos, exquisitamente conscientes de cada detalle bueno y especialmente malo. Yo reconozco mi cara, porque la he visto miles de veces. ¿Será bueno eso?
Iba a escribir acerca de la impermanencia (tal vez lo haga mañana), y cómo hacer planes postergando cosas irrelevantes es absurdo. Pero creo que lo es más aún esa fascinación con la auto-imagen. Espero poder dejarla ir antes que las arrugas me obliguen a replantearme a mí misma.