¿Para qué frenar la caída?
Al final,
todos vamos al mismo sitio.
¿Para qué frenar la caída?
Al final,
todos vamos al mismo sitio.
He sido tantas personas en esta vida, que agradezco cada iteración. Y no me refiero a nada tan dramático como una enfermedad mental de personalidades múltiples. Me refiero al prosaico paso del tiempo que nos va formando en gente distinta. Es lo que nos permite crecer y cambiar y mejorar, ojalá.
Una de las terapias nuevas para ayudar a las personas con estrés postraumático es tomar MDMA y redimensionar los eventos horrorosos que marcaron a las personas. Se vuelven a ver desde un lugar completamente distinto. Se toma distancia del dolor y se sale de allí con una nueva perspectiva. Estas terapias sólo son seguras bajo el cuidado de un profesional experimentado, porque el químico necesita acompañamiento psicológico. Pero lo fascinante es que el paciente no olvida su pasado, no se disasocia de él. Lo resignifica.
Eso hacemos todos, todos los días. O deberíamos. Volver a ver nuestro pasado desde donde estamos y aceptar que esa persona de antes ya no existe. Ahora somos nosotros. Y que, si hubo un cambio antes, igual lo puede haber ahora. Nos podemos dar permiso de cambiar hacia lo que más queremos ser. Y hacerlo de forma consciente porque va a suceder de cualquier manera. Mejor escoger uno la dirección.
Somos protagonistas de nuestras vidas y espectadores de la de los demás. Tal vez me tenga que tatuar eso, porque ser mamá de niños pequeños le da a uno la idea errónea a veces de ser co-protagonista con ellos. Uno toma muchas decisiones, pasa con ellos muchísimo tiempo y los encamina por ciertos senderos. Pero jamás es la vida de uno.
La adolescencia, ese período complicado, sirve para que el niño quiera dejar de serlo. Si no lo logra, se queda a medias. Es difícil entender eso porque uno ha estado más de diez años siendo esencial.
Yo voy a seguir siendo el centro de mi propio universo, porque es la única perspectiva que tengo. Nadie podemos experimentar el mundo a través de otro. Simplemente no se puede. Y voy a ser inmensamente feliz de ser observadora de cómo mis hijos son el centro del suyo. El hecho de acompañar implica compartir. Y eso, es lo más importante.
Estaba escuchando un podcast acerca del cinismo y cómo no es la mejor herramienta para vivir en sociedad. Los seres humanos necesitamos cooperar los unos con los otros y resulta que ser siempre desconfiado no nos sirve. Salvo que vivamos en una cultura de altísimo conflicto. Allí sí vale la pena creer que todo lo que agita una hoja es un tigre.
He caminado entre la desconfianza y la credulidad, tocando a veces los extremos. Creo que he sido más feliz creyendo. Hasta que me demostraron que estaba equivocada. Pero hay que tener en cuenta que a uno se le quedan más grabadas las veces que nos decepcionamos que todo el resto que no.
Creo que, otra vez, como todo la cosa es un balance. No le debería dar las llaves del carro a un desconocido, pero sí lo he hecho en más de algún parqueo. No voy a creer que en el restaurante me quieran estafar, pero cuando llega la cuenta la reviso. “Confía, pero verifica.”
Resulta que la menopausia y el trayecto que lleva a ella, sirven para que uno se despoje de tantas cosas que le hacían a uno más pesado el camino. La opinión de los demás, la pena de quedar en ridículo, el querer quedar bien con todos. Cosas que sirven en su momento y luego, ya no.
Los procesos de cambio radicales en el ser humano (la adolescencia y la menopausia), son principalmente neurológicos, con consecuencias hormonales. Nos convertimos en seres completamente distintos. Tenemos la oportunidad de mejorar. Los últimos 20 años de nuestras vidas pueden ser más libres, más livianos, más felices. Con mejores límites y sentimientos menos complicados. O no. Depende de nosotros.
Yo quiero ser una vieja feliz. Espero ir hacia eso.
Pasé contigo
el tiempo necesario
para saber
que nunca va a ser suficiente.
Hay tanto qué ver ahora en la tele que cuesta decidirse y termina uno pasando más tiempo escogiendo. Casi me hace extrañar los tiempos de cinco canales.
El problema es que creemos que rodas las decisiones son trascendentales, porque el tiempo nos es finito y desperdiciarlo es pecado. Pero no todo es súper importante. Podemos equivocarnos y buscar algo más en vez de volver a ver algo que ya sabemos que nos gusta.
Por eso escojo casi al azar lo que voy a ver. Lo más que pasa es que no me gusta. Siempre hay más opciones.
Cuando era pequeña, mis papás me traían una “cosita” cada vez que salían de la casa. Podía ser cualquier cosa, tanto así, que tenía una colección de piedras. El regalo, muchas veces, no importa en sí mismo, sino por lo que representa.
Creo que dar un buen regalo me es igual de satisfactorio que recibir uno. Es otra forma de enseñar cariño y de encontrar que quedar bien con otra persona es quedar bien con nosotros mismos. Habla mucho del estado de una relación, no específicamente de las finanzas. Y es un buen atajo para saber la profundidad del conocimiento del otro.
Mientras más quiero a alguien, más me preocupo de qué darles. A veces es algo que yo puedo hacer. Y eso lleva doble esfuerzo.
Vivir con un adolescente es amanecer con personas distintas cada cierto tiempo. Por ejemplo: una semana, sólo come pechuga de pollo; a la siguiente “nunca le ha gustado la pechuga de pollo”. Y uno que quiere quedar bien y llenó el congelador de su comida favorita, tiene un inventario sobrante, esperando el siguiente ciclo.
El proceso de la adolescencia es, principalmente, de desarrollo neuronal. El cerebro está en modificaciones masivas y eso, cómo no, afecta las emociones y todo lo demás. Si la infancia es la etapa de conexiones sin discriminación, la adolescencia es el momento en el que el cerebro se queda con lo más relevante. Allí se desarrolla un gusto propio, un sentido de independencia, hay necesidad de vencer retos. Y, si uno de padre no le fomenta toda esta creación de sí mismos, con reglas y orden y desafíos y cariño, se corre el riesgo de truncar su crecimiento.
Mis adolescentes me retan a mí también y me hacen repensar si lo que digo que me gusta, todavía es cierto. De pronto a mí tampoco me fascina lo mismo.
Estoy gorda. O, mejor dicho, no estoy flaca. Me he pasado mucho tiempo haciendo músculo y ahora me lamento porque quisiera verme flaca y no lo estoy. No es malo pero no es mi preferencia. Y necesito a mi mamá, quien me tenía el peso en los ojos y me decía en dónde me veía bien. Yo no tengo ojo para eso.
Crecemos con tantas expectativas de nuestra propia apariencia, externas e internas, que es difícil hacer una buena autoevaluación. Alguna vez un amigo me dijo que me tomara una foto con la cara tapada y que eso me iba a ayudar a tener una mejor perspectiva. Es ridículo, creo, que uno no se pueda ver como es. Se quiere ver distinto. Siempre, al menos en mi caso.
Seguiré haciendo un montón de pesas y acumulando músculo y quejándome que no me queda la ropa igual. Porque, sinceramente, me interesa más ser una vieja capaz de levantarme del suelo que ser flaca. Distinto por completo que mi mamá, que precisamente me hace falta porque no está desde hace 18 años conmigo. Mejor hubiera estado menos flaca, pero sana.