Lo que no se ve

Hace poco hablé con una señora que conozco desde hace años, pero con quien no había conversado. Por alguna razón, de un tema trivial, llegamos a hablar de sentimientos muy profundos. Fue un momento de conexión, de sentirnos entendidas. La mejor conversación que he tenido últimamente.

Uno pasa por la vida sin enseñarse a los demás. Es lo adecuado. En primer lugar, porque no es del interés general conocer nuestra vida íntima. En segundo, porque la vulnerabilidad es un animalito frágil, fácil de quebrar. Pero lo opuesto, el no abrir el alma jamás, no nos deja crecer.

Creo que está bien no compartirse con todo el mundo. Qué cansado. Y estoy aprendiendo a hacerlo de vez en cuando. No tanto por mí, por el abrazo que pude darle con verdadera compasión y entendimiento a otra mujer que ha pasado por cosas similares. Para eso es que uno está roto, para dejar salir luz por las rendijas. De nada sirve un candil debajo de la cama.

En otra época

Nos encanta pensar que en tiempos pasados las cosas fueron distintas. Y, sí, no había drenajes, ni antibióticos, ni anestesia. Ni libros, exposiciones, música fácil de escuchar. Pero también es cierto que la vida era menos agitada, el ambiente menos sucio.

Y nada de eso refleja el corazón del asunto: no importa qué tan distintas sean las circunstancias externas, el ser humano sigue siendo igual. Con lo bueno y lo malo, sólo con mejores herramientas.

No me gusta idealizar tiempos en los que no estoy porque me distrae de la verdad más grande: uno sólo puede hacer lo mejor que puede con lo que tiene. Ahora.

Ser amable

Uno puede elegir entre ser amable o ser sincero. Casi siempre es uno o lo otro. Sobre todo cuando la gente que uno quiere hace preguntas espinosas. Esa línea entre no decir toda la verdad o enseñar algo… No siempre se encuentra lo ideal allí.

Los valores absolutos no tienen verdaderos opuestos en el sentido que uno sea mejor que el otro. La justicia no es opuesta a la misericordia, sólo se deben aplicar diferente. Y la toma de decisiones no es más difícil entre algo bueno y algo malo. Pero sí lo es entre algo malo y algo peor. Si uno sólo tuviera que escoger entre lo deseable y lo indeseable, la vida sería simple. Pero lo es todo menos eso.

Ser demasiado sincero, cuando la verdad desnuda no edifica, no tiene nada de meritorio. Ser amable y engañar para no herir tampoco ayuda. Pero decir suficiente de la verdad, guardando el aguijón, creo que por allí va la cosa.

Desliz

El corredor de la casa era largo

cuando lustraban el granito

el suelo era resbaloso

nos resbalábamos en calcetas

con mi mamá, cuando aún podía,

riéndonos tanto

siempre cabía la posibilidad

de lastimarnos

nunca sucedió

me queda la sensación de peligro evitado

y la risa de mi madre.

La puerta de la memoria

Uno mira fotos de cuando era pequeño y recuerda el momento. O al menos eso cree. Todas las memorias son plásticas. Las manipulamos y adaptamos. Recordamos mejor lo que nos contaron que lo que hicimos. Es una cuestión del cambio que atravesamos nosotros mismos.

Lo que permanece, a veces más que los hechos, son los sentimientos asociados. La sensación de miedo antes de la primera vez en una montaña rusa. La emoción desbordada cuando nos agarran de la mano. La tristeza ante un abandono. Eso se vuelve a vivir. Y, también muchas veces, lo que nos abre esa caja son los olores. Puede ser que sea la naturaleza etérea de un aroma que se asemeja más a una emoción que a algo concreto como un color.

Me pasa con un collar de mi mamá. Tal vez me lo estoy imaginando, pero aún huele a ella. Y eso me trae a la memoria la sensación de sus manos suaves. Su voz. La forma de arreglarse. O cuando huelo el tabaco de una pipa y me trae a la mente a mi papá. De cualquier forma, hay llaves para recordar. Y, aunque ese recuerdo no sea fiel, fáctico, exacto, si nos hacen pensar en los nuestros, poco importa.

Las fechas no importan, pero sí

La repetición de los ciclos es una manera de darse cuenta si hay o no progreso. Cambio, seguro. Progreso… Por lo mismo celebramos cumpleaños, aniversarios, graduaciones y otro montón de cosas ficticias. Conceptuales, tal vez es mejor palabra. No existen como elementos materiales, uno no se puede comer una fecha de nacimiento, pero sí hacerle pastel.

Las fiestas que uno comparte como sociedad, además de marcar el calendario, también nos aglutinan bajo un mismo sentimiento. Pasar el año, recordar una festividad en común, reunir a la familia para conmemorar a los que ya no están. Y todo nos hace pensar en lo mismo. Eso forma en no poca medida una identidad cultural. Al ser humano, le quedan pocos de estos puntos de encuentro y, con eso, poca identificación con una tribu. Necesitamos de tribus.

Las fiestas vale la pena celebrarlas, recordar aunque duela. Abrirnos a compartirlas y, con eso, darnos nosotros también. Es el tipo de conexión que nos devuelve a la pertenencia.

Hacer ruido

Cuando uno quiere calmar a un niño, puede probar distraerlo. El arte de hacer un ruido que se hale la mirada ayuda muchas veces a tapar la fuente de los llantos. No es que se haya solucionado la razón del descontento, pero sí se le quita atención.

El problema es que, aún de adultos, nos seguimos dejando llevar por las cosas más llamativas en vez de ponerle atención a los detalles. Mientras más escandalosa la noticia, mejor. Y de paso dejamos de preocuparnos por cosas importantes.

Lo mejor que uno va a aprendiendo es a dejar un espacio entre el estímulo y la reacción. Sirve para no herir sentimientos, para no comer de más, para guardar la calma. Y también sirve para mantenernos enfocados en lo que molesta para cambiarlo, aunque no haga ruido.

Nadie más sabe

Cuando estoy planeando algo, desde el almuerzo hasta una fiesta, trato de recordar lo que me decía mi mamá: no importa si no sale exactamente como tú querías; nadie sabe qué era eso exactamente. Y, sí, sólo quien hace los planes conoce cómo deben salir al detalle.

Los seres humanos operamos bajo la impresión que tenemos control sobre nuestras circunstancias. Al menos en alguna medida. Cuando lo cierto es que nuestra esfera de influencia es muy reducida y, aunque hagamos planes que se desarrollan, éstos van cambiando bastante conforme todo lo externo los mueve. Hay que pensar que, más que un escenario que uno dirige hasta el último detalle, la vida es un cuadro cambiante que uno más o menos dibuja con lo que tiene a la mano.

Lo mejor de esto es que uno puede adaptar hasta las propias expectativas. Si no todo sale al centavo, pero el resultado es agradable, ¿importa realmente? Creo que no. Total, a veces hasta a mí se me olvida qué quería en un principio.

Con qué escoger

Escoge el corazón, cariño mío

que la cabeza sirve para agarrar los calcetines negros

o la carrera que te va a deformar.

Usa el corazón, Corazón,

para sacar el próximo libro

pedir la comida

poner la película.

Prefiere el corazón, siempre,

aunque escoja mal (es muy impulsivo)

y su decisión lo rompa

dejándote el dolor.

Porque no importa qué escojas,

la vida duele.

Mejor haberla gozado antes.

Pez fuera del agua

Hablando de evolución con el quinceañero y de cómo no necesariamente se puede diseñar, pensé en ese proceso que nos ha llevado hasta acá y no estoy segura que el lugar sea el correcto. Hay demasiadas desadaptaciones y pareciera que no estamos cómodos con lo que somos y necesitamos.

Wilso habla de una evolución cultural que puede ir muy rápido y una biológica que va muy lento. Cuando la diferencia entre ambas es demasiado grande, se viven momentos fuertes de cambios sociales. Porque nuestro imperativo natural se sobrepone al diseño intelectual. Siempre. Es una simple cuestión de utilidad, de herramientas disponibles. Una cubeta no está hecha para volar, por muchas veces que uno la lance al aire.

Creo que sería bueno revisar para qué evolucionamos, cómo funciona de verdad nuestro cerebro y qué nos hace más felices como especie. Y tratar de adaptar la cultura a eso. No al revés. Porque, si algo tenemos los seres humanos, es un mundo de contradicciones adentro que hacen que sea demasiado difícil diseñarnos. Menos mal.