Un lugar que habitar

El único lugar que importa tener en orden es la mente. Es donde pasamos la mayor parte de nuestra vida. Depende de su estado que vamos bien o mal. Sorprende que a veces la dejemos a la deriva.

Poder darnos cuenta de lo que dicen las voces de nuestro cerebro, los pensamientos, a lo que le ponemos atención, es el primer paso para habitarnos de una manera más gentil. Cuando peleamos por adentro no tenemos paz y menos la podemos transmitir.

Tengo que tomar algo que me ayude a suavizarme, a dulcificar esa voz que me guía. Quiero ordenar el cuarto de mi mente y hacerlo cómodo. Espero lograrlo pronto.

Se borró

Yo ya tenía escrito algo acerca de cómo estar ocupada es como tener un salón de baile lleno en mi cabeza, con cada persona con su propio ritmo y música y yo sirviendo de organizadora. Algo así se siente. Pero se borró y, como siempre, nunca vuelvo a encontrar las palabras para decir lo que pensaba. Tal vez porque ya cambiaron de canción y ahora escucho otra letra.

Supongo que hay cosas que tienen qué suceder para que la vida continúe como debe. A veces, cuando me atraso por una pendejada en salir de mi casa, pienso que tal vez eso me salvó la vida de un choque fatal. Nadie, ni Dios, sabe qué hubiera podido suceder sí. O tal vez si lo sabe, porque para eso están los universos paralelos, para desmadejar esa infinita marea de posibilidades que se da con cada decisión que tomamos.

Tener una idea y no agarrarla es perderla. Por eso dormía Dalí con un diario de sueños a su lado. Que no quiere decir que por no plasmarla, el mundo se quede sin una genialidad. Bastantes veces tengo pensamiento que a oscuras parecen magníficos y ya con lucecita revelan no tener sustancia. Espero recordar de qué iba lo que se borró. O que se me venga otra idea.

¿En dónde encaja?

Cada cosa debería tener su lugar y uno no tiene por qué estar buscando una tijera donde van los platos. Obvio eso es en el mundo ideal, en donde a todos les importa igual el orden. No sucede así, lo sabemos bien las mujeres con esposo e hijos. Cada quien tiene su “orden” y allí se van las cosas.

Hay cosas que sólo tienen un lugar, y otras, tal vez la mayoría, que puede mudar. La naturaleza de los seres vivientes es el cambio y nada se queda igual, nunca. Saber que uno puede encajar en varias partes y situaciones es liberador, da esperanza y anima a tomar algo de riesgos.

La transitoriedad de la vida ayuda a darse cuenta que todo está pasando en este momento. Ni el futuro que imaginamos, ni el pasado que recordamos existen fuera del “ahorita”. Así que, tal vez estemos incómodos, pero estamos exactamente donde debemos en este momento. Ya nos tocará movernos si no nos gusta. Y hacer orden. Las tijeras donde van.

Las cosas que nos gustan

Compartimos pocas cosas con el adolescente. Él está aprendiendo qué le gusta y yo tengo mis gustos peinando canas. Es un aprendizaje para ambos.

Hay tantos clichés acerca de volver a conocer el mundo a través de los ojos de los hijos. Y por algo son ciertos. Les enseñamos lo básico y terminamos aprendiendo lo esencial.

Me gusta que mi hijo me enseñe lo que le gusta. Aprendo con él. Y compartimos.

Regresar

Alguna vez vivimos en siempre

y también eso se acabó

como todo

hacia adelante no queda nada

sólo volver a empezar

encontrar el infinito en cada principio

y el siempre en cada final.

Esperar

Las salas de espera, en cualquier circunstancia, son lo más cercano de estar en animación suspendida. La expectativa es mala compañera, siempre, aunque esperemos que vengan cosas buenas. Esa insatisfacción con el momento presente es la raíz de mucho de nuestro dolor.

Todo eso me suena muy bien, pero me pasa que me encanta planificar, imaginarme escenarios, crear posibilidades. Que no siempre se cumplen. Antes esa diferencia sí me hacía sufrir. Ahora no, o no tanto. Supongo que es más fácil aceptar un cambio de circunstancias cuando son impersonales que una reacción negativa de parte de un ser querido.

Esperar puede servir de puente y, como toda transición, aunque parezca aburrida, es ilustrativa. Allí nos reunimos con nuestras capacidades y nos preparamos para lo que venga, sepamos o no qué es. Y a veces, es lo que toca.

Ciclos

La vida entera es de ciclos que se repiten. Debería ser nuestra meta no repetirlos. Salirnos del círculo inmediato y pasar al siguiente. Lo que pasa es que se nos olvida que pasamos por el mismo lugar en un juego cósmico de amnesia absurda en la que creemos que si lo volvemos a intentar, tal vez funciona. Claro que hay que insistir, pero con tácticas diferentes.

Por otro lado, el hecho que nuestros propios cuerpos tengan ritmos que van y vienen, nos centra. Es más un péndulo que avanza, aunque nos lleve a extremos periódicos. Las mujeres tenemos evidencia aún más concreta de esto.

Me gusta la idea de avanzar. Detesto estar estancada. No me gusta que me repitan dos veces la misma lección. Y, aún así, la he tenido que volver a aprender muchas veces.

Quiero cortarme el pelo

Ayer vi una película en la que la protagonista tiene el pelo en un pixie. Y obvio se me antojó cortármelo así. Esa libertad de andar de cara al aire, sin mucho qué esconder y sin pelo. Hasta que recuerdo lo que cuesta que crezca de nuevo y se me pasa.

Hay algo tan esencial en la forma que nos identificamos con la cara que tenemos, que vuelve el paso del tiempo en un estudio en reconocimiento propio. Antes, cuando no habían espejos, sólo podíamos vernos en reflejos turbios. La principal forma de identificación eran los demás. Nuestro rostro estaba compartido y tal vez eso nos hacía ser mejor parte de un grupo. Ahora nos vemos hasta en los teléfonos, exquisitamente conscientes de cada detalle bueno y especialmente malo. Yo reconozco mi cara, porque la he visto miles de veces. ¿Será bueno eso?

Iba a escribir acerca de la impermanencia (tal vez lo haga mañana), y cómo hacer planes postergando cosas irrelevantes es absurdo. Pero creo que lo es más aún esa fascinación con la auto-imagen. Espero poder dejarla ir antes que las arrugas me obliguen a replantearme a mí misma.

El problema de lo nuevo

Uno rara vez tiene amigos nuevos cuando ya es adulto. La mayoría de personas conservan a sus amigos del colegio, algunos de la universidad y allí están bien. Para los pocos como yo que no tuvimos casi ninguna amistad de jóvenes, nos toca hacerlos ya más viejos, con todas las dificultades que eso conlleva. Porque con las personas que uno creció, ya hay un pasado en común que no hay que volver a visitar. Uno sabe más o menos cuál es su historia familiar, gustos, logros. Son atajos. Y, como todos los atajos, también tienen la desventaja que abrevian la historia, dejando fuera muchos detalles que podría valer la pena volver a explorar.

El cerebro toma atajos todo el tiempo. Como no tener que pensar a detalle la ruta de vuelta a casa. O no tener que fijarse con demasiada atención en la cara de la pareja. Llena las faltantes y sigue, porque tiene que avanzar. No daríamos dos pasos seguidos si tuviéramos que volver a aprender a caminar cada vez que queremos hacerlo. Y probablemente vamos acarreando defectos de lo mal aprendido.

Conocer personas nuevas a cierta edad requiere un esfuerzo. También requiere que uno decida qué le interesa saber. Aunque se tome la ruta escénica, ni así todos los detalles son relevantes.