Me estoy comiendo medio aguacate. Medio. Yo quisiera uno entero. Pero la medida aceptada de aguacate por persona es medio. Y me cuestiono seriamente la capacidad de empatía del burócrata pálido y encerrado que determinó tan tajantemente que medio era suficiente.
Existen medidas «estándar» para todo. Es más. Los muebles, las alturas de las islas de cocina, el ancho de las puertas y hasta los teclados en los teléfonos se ajustan a manuales que nos reducen como humanos a expresiones numéricas «normales».
Y luego están las de conducta: cuántas horas dormir, cuántas veces comer, cuántas veces coger… Por lo menos para ser un ciudadano promedio. Cuando no existe tal cosa como el promedio. Todos somos diferentes y las únicas reglas firmes que deberíamos aceptar son ésas que nos ayudan a convivir con los demás desquiciados que nos rodean.
Pero resulta que todo el mundo sabe cómo se deben comportar los demás. Cuándo tener pareja, casarse, hijos, no separarse jamás… Como si la vida y la felicidad se obtuvieran con receta química. Ni que fuera la poción mágica del amor. Que tampoco sirve.
El promedio nos sirve de pálida referencia. Está perfecto a la hora de tomar una medicina para no envenenarnos. O de base para comenzar una rutina de ejercicios. Pero no para encuadrar toda la vida. Y menos para conformarse con medio aguacate.