Las cárceles

Pensando en qué canción pedir para el programa de radio de los viernes que tanto me gusta, me estaba acordando de la que dice «en la cárcel de tu piel»… Como con tantos ejemplos líricos, idealizamos situaciones de entrega de control y nos imaginamos romántica e inexorablemente atados a alguien o a algo. ¡Uy no! Eso de no tener agencia sobre mis actos me pudre.

Las peores cadenas salen de nuestras propias mentes, comenzando con las palabras con las que nos definimos: «soy X o Y» forjan cadenas más fuertes que las de cualquier calabozo. En su esencia, la forma en la que nos vemos a nosotros mismos es un reflejo de los valores básicos que tenemos y que nos dan la cosmovisión interna y externa con la que crecemos. Lo bonito es que todas esas palabras que sirven para presentarnos a nosotros mismos, son flexibles y pueden evolucionar.

Sentirse encerrado en el propio cerebro es agobiante. Además, se vuelve un poco complicado escaparse cuando el carcelero lo lleva uno pegado al cuello. El mejor trabajo de liberación que podemos hacer es indagar con qué palabras, en qué voz y con cuál tono nos describimos en la intimidad. Nuestros peores miedos, ésos que no queremos que los demás sepan, no son siempre cosas fatales que hayamos hechos, sino que la gente nos mire como creemos que somos. Lo mejor para huir de allí es llenar esos espacios tenebrosos de luz, examinar desapasionadamente nuestras creencias y desechar lo que nos hunde.

No me gusta estar amarrada. Me fascina compartirme. No es lo mismo. Supongo que no suena tan romántico decir «me comparto en tu piel» que «estoy atrapada por ti». Ni modo, tal vez por eso no soy escritora de canciones.

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