Hoy, el niño se queda a fut y viene más tarde. Es una actividad nueva que apenas hace unos meses metimos a la rutina. Implica que yo tengo que cambiar la información del bus para que me avise si ya viene cerca. Y no lo hago, porque se me olvida. Porque es una cosa más qué hacer entre el caminito de cosas que ya hago como en automático: sirvo el agua, la pongo a calentar, muelo el café, hago los huevos, preparo loncheras… Y así, les puedo describir mi día con la rutina.
Las cosas que repetimos nos sirven un poco de colchón de seguridad contra los cambios que sabemos que están sucediendo, aún en contra de nuestra mejor voluntad. Nos echamos cremas contra las arrugas que igual aparecen, como me dijeron amablemente mis hijos hace unos días. Mantener una rutina es pedalear hacia el destino más lejano que ya dispusimos alguna vez que queríamos. Pero hay un problema enorme en no darnos cuenta si los cambios nos cambian de dirección cuando no los incorporamos: podemos perder el rumbo.
Es bueno ser lo suficientemente enfocado en el final como para permitir la flexibilidad de los movimientos. Es parte de ser fuerte, eso de poder doblarse sin romperse. De adaptarse sin perderse. De cambiar sin desaparecer.
Hoy me olvidé, otra vez de hacer el cambio del bus. Pero no me olvido de salir a traerlo.