Tengo un nuevo tatuaje. En el antebrazo derecho. Es el más visible que me he hecho. Y el más personal.
Las marcas en la vida nos las hacemos, ya sea en el cuerpo de forma deliberada, como la tinta, en el corazón con las emociones que nos dejamos que se queden y en la mente con las ideas que fertilizamos. Al final terminamos siendo una amalgama de todo eso que no dejamos ir, bueno y malo, consciente o no.
Muchas veces pareciera que la vida se nos queda atorada en un torbellino: vamos a muchísima velocidad, pero sólo damos vueltas sobre el mismo eje, aunque avancemos. Es en el momento en el que nos abrimos, destapamos el nudo que tenemos guardado y agarramos lo que más nos gusta, que podemos tomar una dirección y crecer, aunque sea más lento.
En mi vida hay etapas que todavía resuenan como una campana y que marcan hitos de mi personalidad: pedazos de la infancia, la adolescencia con sus dolores, los errores de los primeros ejercicios de una mal llevada libertad, el enganche con una pareja que se vuelve parte mío, la venida de los niños. Todo esto ha dejado huellas en mí que no puedo ni quiero borrar. Pero que sólo me definen en la medida en la que yo quiero.
No es posible quitarse lo malo que ha sucedido. Tampoco sería recomendable. Pero sí podemos elegir cómo vamos a reaccionar ante todo eso que nos ha esculpido. Al final del día, los que tenemos en la mano el cincel de nuestras vidas, somos nosotros mismos. Y, algunos, también le metemos colores con agujas al asunto.