Mi hijo, el primero, el responsable, el buen estudiante, el estresado, tiene su última clase del año el jueves y le dan sus notas el viernes. Todo el año le ha ido súper bien y no está ni cerca de perder. Al contrario que en cuestión de modales y horarios, yo no lo chingo con las notas, mientras él esté esforzándose y entendiendo, el numerito sobre el papel me tiene sin cuidado. Aún así, está hecho un manojo de nervios. A tal punto que creo que ayer le dio un ataque de pánico, porque le costaba respirar.
Todos tenemos cosas que nos preocupan más que otras. Obviamente son a las que más importancia les damos. Y está bien. El aguijón que nos empuja a ser mejores tiene una punta y duele. Pocas veces nos moveríamos si no fuera porque nos incomoda donde estamos y queremos llegar a un mejor lugar. El problema viene cuando esa espuela no nos empuja, sino que nos destaza.
El esfuerzo que podamos invertir en ser mejores debería de darnos calma en igual proporción y no aumentar la ansiedad que le metemos al resultado. Hacer lo mejor que podamos y dejarlo ir es algo que, yo llevándole 32 años a mi pulgo, aún me cuesta noches de sueño.
Hoy ya estuvo mejor, pero sí necesitamos una tarde de siesta, muchos abrazos y algunas lágrimas para calmarlo. No me parece mala receta para cuando me suceda a mí.