El plástico diario

A veces son las doce y ya hice desayunos, loncheras, karate, nata, súper y ya me va a tocar salir a traer a los niños al bus. A veces dan las seis de la tarde y no he hecho nada.

El tiempo tiene una plasticidad propia. Afianzamos nuestros recuerdos en ciertas anclas emocionales que hacen eternos los momentos cruciales. Tal vez, como el Hannibal de las novelas, construimos palacios de memoria para no dejar escapar ni uno solo de los datos de nuestras vidas.

Lo cierto es que vivimos el tiempo, que es una dimensión lineal, de forma enteramente casuística: si estamos ocupados pasa más rápido, si estamos ansiosos pasa más lento y si estamos aburridos pareciera detenerse. Increíble, pero la rutina nos ayuda a que haya cierta inercia en el movimiento del reloj.

Mis hijos viven, verdaderamente sienten, cada segundo de sus vidas. Sobre todo ahora que están de vacaciones. Les falta su horario y orden. Y a mí eso me parece fabuloso. Parte de crecer es saber agenciarse esa moneda de segundos, minutos y horas que se nos da.

Pero, para mientras aprenden a hacerlo, me toca aguantar tres llamadas en una hora de hacer es súper: «Mama, ¿ya vas a venir?»  Junio, para mí, pasa lento.

El cambio accesible

De joven salía sola a todas partes, me iba al puerto, manejaba de noche y no tenía ninguna consideración más que cómo rebasar al choyudo de enfrente. Ahora, con dos niños que vamos a endosar a donde mis santos suegros y con un marido que tiene que trabajar, tengo la oportunidad de ir a pasar una noche en el Lago y me hice para atrás de ir y regresarme sola. Y estoy furiosa.

Estoy furiosa conmigo misma por haber perdido las agallas. Furiosa con un sistema de carreteras que hace imposible saber si una roca no me va a detener durante horas. Furiosa con una situación de violencia que verdaderamente hace peligrosa una travesía que debería ser liberadora. Pero, más que nada, estoy que echo humo por las orejas porque todas estas consideraciones tienen que ver con el hecho de que soy mujer y estaría sola.

Soy mujer y eso no lo puedo cambiar. ¿Y mi independencia? ¿Y mi igualdad como persona? ¿Y mi derecho de hacer todo igual que los hombres? Sí, tengo todo eso, pero nada cambia. Porque no soy hombre, atraigo un riesgo mayor. Y eso, de nuevo, no lo puedo cambiar.

Yo sé que muchas mujeres lo hacen y lo hacen muy bien. También entiendo que lo puedo hacer yo y que tengo la balanza a favor que todo salga bien. Que corro el mismo riesgo en cualquier momento en que salgo de la casa. Que si verdaderamente me entran las ganas, agarro mi carro y me voy.

Eso no es lo que me tiene molesta. Me está aguijoneando una situación que está fuera de mi control. Sentí la reducción de mi mundo. En lo que esté en mis manos, mi hija no va a sentir lo mismo. Y, ahora que lo pienso bien, aún estoy joven.

Perder la gravedad

Resulta que ahora estoy nadando. Lo comencé para no ahogarme surfeando y resulté siguiéndolo. No sé si es por inercia, si es porque realmente me está sirviendo, o porque me está gustando. Lo último es debatible. Muy debatible.

He escuchado decir que nuestra relación con el agua es como nuestra relación con el subconsciente. Necesitamos un poco para vivir, pero si nos metemos demasiado nos morimos. O tenemos un episodio psicótico.

Pero la sensación de nadar es lo más cercano a volar que tenemos como humanos de a pie. Flotamos y nos desplazamos en un medio en el que perdemos nuestra conexión con nuestro peso. Nos alejamos del suelo. Nos perdemos del mundo.

Cuando nado, dejo de competir. Sólo estoy yo, sólo escucho mi respiración, sólo siento el agua. Eso compensa el agotamiento, el resabio de angustia que da tener que salir a respirar y la pereza de salir a bañarme después.

Hay que saber perder la gravedad de vivir. Soltar lo que no nos deja reírnos de nosotros. Flotar un poco sobre nuestros problemas para agarrar perspectiva. Ponernos atención sólo a nosotros.

Por primera vez, además, tengo un poco de color (de más blanco, a blanco). Y poder salir de mi zona de confort, es un bono agregado. A ver qué tal me va cuando haya demasiado frío.

El arte de desahogarse

Imposible saber qué le pasa a otra persona aunque la mire uno todos los días. A veces quisiera meterme en la cabecita de mis hijos para entenderlos, la comunicación con ellos todavía no está del todo establecida (seguirles el hilo narrativo entre vacíos de lenguaje, constructos gramaticales simpáticos y efectos especiales, es una adivinanza). Pero hay que aprender a abrirse, quedarse quieto y callado y entrever el sentido último de lo que quieren contar.

Escuchar y aprender son importantes. Uno se hace merecedor de la confianza de los demás con ese tipo de actitudes. Se vuelve un magnífico hábito. Y llega el día en el que hay que darle la vuelta a la moneda. Si uno quiere tener relaciones profundas, también tiene que aprender a sacarse lo que uno piensa.

Difícil pasar por la vida lamentándonos que «nadie nos comprende», si jamás nos explicamos. Y no se trata de ir uno revelando su rollo ante cualquiera, porque ni es el caso y a la mayoría poco le importa. El asunto es no dejar en gallo a los que sí afectamos con nuestros silencios. Las palabras mesuradas y bien dichas construyen los puentes que nos unen con los demás. Son una luz que ilumina el lugar en donde estamos parados en una relación. Son una caricia que se da de lejos. Un pedazo de nuestra vulnerabilidad que entregamos para mostrarnos.

Desnudar nuestros pensamientos es tan importante como hacerlo con nuestros cuerpos si queremos intimidad. Sólo es cuestión de tener delicadeza para entregar esos paquetes y no tirarlos como piedras contra un cristal.

Mis hijos están comenzando con lo básico: sin ruidos y, si no es algo bueno, no lo digas. Yo no voy mucho más lejos que eso. Pero por lo menos ya escribo.

Me asombra

Dormir resulta el escape más grande hacia dentro de nosotros mismos. Es el único momento en donde dejamos que el lado derecho de nuestro cerebro proyecte en la pantalla de nuestros pensamientos. Y, como ese lado es el que se entiende en abstractos, las películas que soñamos son invariablemente marcianas. Y estamos solos. No podemos compartirlos, no podemos platicarlos, ni siquiera estamos concientes del asunto.

Y es en esa soledad en la que nos revelamos. Es allí en donde recurrentemente me doy cuenta de lo mucho que me importa estar contigo. Me recuerdo que, aunque pueda vivir sin ti, simplemente no quiero hacerlo.

Despertar de mi lado de la cama, porque tú tienes el tuyo, todavía me sorprende. Y me gusta.

No siempre

Acabo de estar en un vestidor en el que había un grupo de niñas adolescentes. Luego que me dejaron de recorrer los escalofríos del recuerdo por la espalda, pensé en todo lo que he aprendido desde entonces y si saberlo a esa edad me hubiera servido de algo.

A escaso mes y medio de cumplir 40, cada vez me importa menos lo que opinen de mi apariencia. He descubierto la maravilla de tener amigas. Puedo escuchar antes que hablar. Identifico cuáles tornillos vale la pena ajustar de mi relación.

Nada de eso me hubiera servido de un carajo a los dieciséis años. O sea, no es lo mismo tener el pelo de loca con dos niños y diez años de casada, que me tienen cariñito y les gusta, a un pelo de más cuando el resto se burla de uno. No sé, hay cosas que supongo se tienen que descubrir a trancazos.

Lo bonito es que eso me da la idea que aún me queda mucho camino por seguir. Si a lo que supongo es la mitad de mi vida, he llegado a este grado de comodidad en mi propia piel, el resto debería ser maravilloso.

Para mientras, me toca ver cómo llegan mis retoños a las mismas conclusiones (sus propias, no las mías).

Historias favoritas

Últimamente me ha costado engancharme con un libro de ficción. No sé si es que las tramas nuevas no me parecen novedosas, si los romances imaginarios ya no son aspiracionales o si, simplemente, he tenido mala suerte para escogerlos. «Silo», una trilogía de ciencia ficción me dio claustrofobia, aunque fue muy interesante. Después leí el libro en el que está basada HoC (del mismo nombre) y me encantó. Pero luego he comenzado y dejado tres más de los cuales ya no recuerdo ni el nombre.

Y, aunque me están aburriendo las nuevas historias que puedo predecir, me dan ganas de regresar a las viejas novelas que ya me sé. Es como una forma de volver a visitar una ciudad querida, de volver a hablar con un viejo amigo, de comer una comida reconfortante.

Como humanos modernos, hacemos cosas como reuniones de colegio que nos transportan en el tiempo y nos regresan a la adolescencia (por eso no voy). Celebramos fechas importantes que nos recuerdan cómo iniciamos cosas trascendentales de nuestras vidas. Conmemoramos la muerte de nuestros seres queridos para volverlos a sentir cerca.

Las tradiciones nos anclan a una herencia emocional que nos debería permitir salir a navegar con seguridad por aguas nuevas. Lo que no es sano es que nos quedemos siempre en el mismo puerto.

Así que leeré de nuevo algún libro que me gusta y luego me obligaré a invertirme en una nueva aventura. A lo mejor encuentro a un nuevo amigo que me llamará a que lo vuelva a visitar años después.

Y eso ¿para qué?

Ah, las ansiadas vacaciones… Los dos mejores días de las mamás son el primero y el último, por lo menos eso decía mi mamá. Esta vez no llegué ni al primero. Ya pasaron castigados desde la primera semana. Y no es (necesariamente) por mi falta de paciencia, es que se ponen especialitos de la falta de rutina.

Tener una vida regimentada tiene amplias ventajas, sobre todo porque libera la mente para pensar en cosas más importantes que «qué me voy a poner hoy», o «a qué horas voy a comer». Si no, pregúntenselo a cuaquier padre con hijos de uniforme. La maravilla de no gastar de más, de no perseguir las modas, el respiro de no tener que escoger la ropa por las mañanas. La rutina tiene una función muy loable y es quitarnos preocupaciones.

Pero (siempre hay uno, me los he tratado de quitar y no hay modo), no podemos vivir de la rutina, porque nos morimos por dentro. El método no puede ser más importante que la meta. Si la creatividad está ahogada por un horario, hay que quitarlo de inmediato y reinventar el esquema. Las vacaciones sirven para eso, precisamente: sacarnos un rato de lo esperado, hacer que nuestro cerebro se ocupe en otras cosas y regrese al camino con otros ojos.

Todo lo cual no es sencillo para los niños que, ni diseñaron su propia rutina, ni pueden disponer con libertad de su tiempo libre. Se les quita la seguridad de estar entretenidos y se les lanza a un mar de horas vacías que se supone que tienen que llenar. Con razón se ponen insoportables. Y, justo cuando ya le están agarrando la onda al asunto, es hora de volver a clases. En 27 largos días.

No me necesiten, por favor

Este fin de semana mi hijo mayor (8 años) ha estado un poco «pegoste». Por alguna razón se me pega y quiere llamar mi atención. Y no de alguna forma agradable: pelea con la hermana, se para en mi pie lastimado, me habla con la boca llena… Y contagia a la otra (5 años) hasta que terminan ambos castigados. Encerrados en su cuarto, los oigo jugar felices de la vida y me río por dentro.

Mis hijos no me necesitan. Saben vestirse solos, encuentran comida en la refri, hacen sus deberes sin ayuda… Soy completamente remplazable en sus vidas. Y eso me hace feliz. Yo no quiero que me necesiten. Quiero que me aprecien y quieran estar conmigo, pero que también puedan estar consigo mismos.

Entiendo que ser independiente da ansiedad. A veces a mí también me gustaría que alguien más tomara todas mis decisiones. Hasta que me recuerdo que probablemente no me guste lo que me escojan y se me pasa. Entiendo que vivir en sociedad es estar en una red de interacción y que necesitamos de todos. No pretendo tener un huerto (se me mueren hasta las malas hierbas), ni una vaca, ni pollitos. Pero busco colaboración, no esclavitud, sobre todo la emocional, de esa que da satisfacción cuando se tiene y no ansiedad cuando no.

Creo que a mi hijo le está dando miedo dejarme ir. Y ni modo. Pero también tendrá que entender que no puede llamar mi atención de forma negativa. O va a pasar todas las vacaciones en su cuarto.

Lo suave/ lo oculto

Eres abierto y firme y plano

Yo soy oculta y suave y redonda

Seco, alto, angular

Húmeda, baja, curva

Te miro y te muestras

Me miras y me escondo

Y juntos somos fuertes, vulnerables y nos volvemos uno.