A veces son las doce y ya hice desayunos, loncheras, karate, nata, súper y ya me va a tocar salir a traer a los niños al bus. A veces dan las seis de la tarde y no he hecho nada.
El tiempo tiene una plasticidad propia. Afianzamos nuestros recuerdos en ciertas anclas emocionales que hacen eternos los momentos cruciales. Tal vez, como el Hannibal de las novelas, construimos palacios de memoria para no dejar escapar ni uno solo de los datos de nuestras vidas.
Lo cierto es que vivimos el tiempo, que es una dimensión lineal, de forma enteramente casuística: si estamos ocupados pasa más rápido, si estamos ansiosos pasa más lento y si estamos aburridos pareciera detenerse. Increíble, pero la rutina nos ayuda a que haya cierta inercia en el movimiento del reloj.
Mis hijos viven, verdaderamente sienten, cada segundo de sus vidas. Sobre todo ahora que están de vacaciones. Les falta su horario y orden. Y a mí eso me parece fabuloso. Parte de crecer es saber agenciarse esa moneda de segundos, minutos y horas que se nos da.
Pero, para mientras aprenden a hacerlo, me toca aguantar tres llamadas en una hora de hacer es súper: «Mama, ¿ya vas a venir?» Junio, para mí, pasa lento.