Las Sonrisas Peligrosas

Mi adolescencia pasó entre lágrimas: de tristeza, de enojo, de vergüenza, de «pasó la mosca». Expresar emociones a través de llorar es un poco frustrante, tanto así que ahora me es casi imposible soltarme a chillar. A lo más que llego es a que se me pongan los ojos igual que caricatura japonesa, con una capa líquida que no se rompe.

Tal vez lo peor sea llorar por enojo, porque he aprendido a igualar lágrimas con debilidad y eso quita legitimidad a las indignaciones. Y aunque resulta que las mujeres estamos hormonalmente predispuestas a accesar los ductos lacrimales más fácilmente en una emoción fuerte, yo detesto llorar y prefiero clausurar las compuertas.

Si estoy ensatanada, lo más probable es que me ponga muy callada y muy sonriente. Si me miran así por la calle, huyan. En serio. La gente puede ocultar muchas cosas detrás de los dientes expuestos: dolor, tristeza, enojo… Y así como una lágrima no equivale a sentirse mal, una sonrisa tampoco es igual a estar feliz.

Las personas somos complicadas, sobre todo si pretendemos adivinar qué le pasa a la gente que uno tiene a su alrededor. Creo que lo mejor siempre es preguntar.

Hasta que lo conocen tan bien a uno que saben lo suficiente como para pegar la carrera.

Llevar un David Adentro

Siempre me gustó esa historia de Miguel Ángel diciéndole a su David: «¡Habla!» Le habían dado un pedazote de mármol que alguien ya había comenzado a esculpir y sacó una estatua que parece pulsar. Decía que él sólo quitaba el mármol que estaba demás, que las estatuas ya estaban allí, esperando ser liberadas (parafraseo). También siempre he dicho que ha de ser espantoso llevar un David adentro. Tener algo que lo arrastra a uno a producir, a crear, que quita el hambre, el sueño, la vida, porque sólo se vive a través de su conclusión.

El mundo que conocemos existe gracias a esas personas que fueron arrastradas por sus davides personales. Esos hermanos que decidieron que sí podíamos volar como los pájaros. El primer cavernícola innombrado que replicó el milagro del fuego. Los incontables genios que nos han dado la libertad personal de las computadoras.

La pasión que abrasa y que no tiene cauce, destruye. Y aún así, es mejor morir en una pira, consumido por el fuego de una idea, que vivir con horchata en las venas. Encontrar en dónde reside la chispa de la obsesión es una de las metas de la vida. No importa cuál sea, un trabajo bien ejecutado, hecho con gusto, es una obra de arte en sí misma. Peinar a los niños por las mañanas y asegurarse que salgan con sus loncheras llenas es otra manifestación de vivir plenamente.

La vida invita a lanzarse a ella con todo. A buscar nuestro David y encontrar un trozo de mármol en dónde plasmarlo. Todos los días. Sí, tener dentro esa fuerza que arrolla es espantoso y, por supuesto, no todos somos un Miguel Ángel. Pero, si estamos vivos, no hay mejor cosa que alimentarla, sabiendo bien que muchas veces nos vamos a lastimar por el impacto. Yo no esculpo, pero escribo.