Mi adolescencia pasó entre lágrimas: de tristeza, de enojo, de vergüenza, de «pasó la mosca». Expresar emociones a través de llorar es un poco frustrante, tanto así que ahora me es casi imposible soltarme a chillar. A lo más que llego es a que se me pongan los ojos igual que caricatura japonesa, con una capa líquida que no se rompe.
Tal vez lo peor sea llorar por enojo, porque he aprendido a igualar lágrimas con debilidad y eso quita legitimidad a las indignaciones. Y aunque resulta que las mujeres estamos hormonalmente predispuestas a accesar los ductos lacrimales más fácilmente en una emoción fuerte, yo detesto llorar y prefiero clausurar las compuertas.
Si estoy ensatanada, lo más probable es que me ponga muy callada y muy sonriente. Si me miran así por la calle, huyan. En serio. La gente puede ocultar muchas cosas detrás de los dientes expuestos: dolor, tristeza, enojo… Y así como una lágrima no equivale a sentirse mal, una sonrisa tampoco es igual a estar feliz.
Las personas somos complicadas, sobre todo si pretendemos adivinar qué le pasa a la gente que uno tiene a su alrededor. Creo que lo mejor siempre es preguntar.
Hasta que lo conocen tan bien a uno que saben lo suficiente como para pegar la carrera.