La Entrega

Acabo de escuchar una frase muy reveladora: «La modernidad me sobrepasa.» Yo crecí entre dos padres que, supongo, habrán tenido algún contacto físico, porque heme aquí, pero en quienes jamás vi un gesto cariñoso. Fui a un colegio completamente laico, con educación sexual franca. Es hasta hace poco en mi vida que tengo un acercamiento a la religión, por convicción propia y sin haber sido «indoctrinada» de pequeña. Mi idea de las relaciones sexuales ha evolucionado con el paso del tiempo: la marea hormonal que arrastra en la adolescencia, la rebeldía de género que hace sentir cierto poder, la expresión de intimidad última con quien he compartido genes… Ahora me toca formar en dos humanitos una idea de qué es el sexo, para qué sirve, cuándo es conveniente y, les soy muy sincera, estoy aterrada (ahuevada, pero no quería usar palabrotas).

Durante el sexo, el cuerpo libera una corriente arrasadora de hormonas que hacen que el cerebro cree una conexión inmediata con la otra persona. Existe un enamoramiento químico, ése que dicen que no es diferente a consumir cantidades navegables de chocolate. Eso explica por qué muchas veces nos quedamos en relaciones estúpidamente destructivas: nuestro cerebro ha cableado una necesidad de estar con esa persona.

Por el otro lado, vivimos en una época de liberalidad sexual que, si bien es muy sana en comparación a considerar el sexo como «malo», tampoco me satisface. Y esta perspectiva viene mucho de cómo quiero que mis hijos se desarrollen en ese sentido.

Hace poco volví a leer un libro complicado, en donde encontré una buena medida para plantear el asunto: si consideramos que el sexo es más que una junta de ombligos, si lo vemos como una entrega de uno mismo a otra persona (porque eso es lo que se hace, nunca somos tan vulnerables como cuando nos desnudamos), tenemos que considerar qué estamos entregando. Y allí está el punto. Si logro que mis hijos se quieran a sí mismos y se miren como algo extremadamente valioso, es más probable que no se quieran compartir con alguien a quien no consideren igual, ni para escoger amigos, ni mucho menos pareja.

Ésa, por lo menos, es la medida que aplico a mi vida y que me da orgullo cuando veo quién despierta conmigo. Sería muy triste tener que hacer un «coyote ugly» el resto de mis días.

El Peor Entre Buenos

Me da risa escuchar cosas como: «mejor tod@s se engordan, porque yo no adelgazo.» O: «para verse más bonita, hay que estar entre feas.» Dichos tan antiguos como: «en el país de ciegos, el tuerto es rey.» Sacar las mejores notas en clase es mucho más fácil si estamos rodeados de gente de inteligencia limitada.

Pero estar entre gente más gorda, más fea y menos inteligente no me hace a mí más bonita, con mejor cuerpo y mucho menos más inteligente. Las comparaciones son perversas, sólo dan un valor relativo. Y siempre hay gente que está peor que uno. Horrible tener que buscar estar entre personas a las que no se quiere imitar.

Prefiero ser la última entre excelentes. Me gusta sentirme retada por mi entorno. Mi valor intrínseco sube cuando estoy entre gente mejor que yo. Ser rey, pero tuerto, no te quita lo malo.

Me Quieres

Me quieres porque desafío tu mente con ideas mejores que las tuyas.

Me quieres porque no necesitas ponerme en un pedestal para admirarme.

Me quieres porque camino contigo y no te resto velocidad, te devuelvo el mismo paso.

Me quieres porque no soy un lienzo en blanco en dónde imprimirte, sino un dibujo completo qué explorar.

Me quieres porque sólo tienes que luchar para ser mejor tú, para ti y mi admiración llega por sí sola.

Me quieres porque no te necesito, pero prefiero estar contigo.

Me quieres por lo que soy, porque es lo mejor de mí que busca, espera y se ha ganado lo mejor de ti.

Me quieres así, porque yo a ti también.

Lo Común de lo Único

Cuando siento cosas que me parecen «raras», casi siempre pienso que soy a la única a la que le suceden. Luego me disparo una pregunta al aire, o sea, escribo un tuit y recibo varias respuestas de gente que dicen que les pasa lo mismo. «¿Será que sólo yo detesto tener los dedos de los pies mojados?» «¿Soy yo a la única que le cuesta recomendar música?» «¿Sólo yo miro mi reflejo en la vitrina antes que lo que está expuesto?» «¿A alguien más le duele el corazón cuando se siente feliz?»

La vida sólo se puede experimentar en uno. En ese sentido, todas las cosas que nos suceden son únicas, porque sólo nos pasan a nosotros. Pero resulta que las mismas vivencias se repiten en más de otra persona, quien las adapta a sí mismo. Las cosas son universales y específicas, comunes y únicas, objetivas y personales. A mí eso me hace sentir acompañada de una humanidad que tal vez puedo entender. Saber que comparto el mismo gusto musical con una persona a la que nunca he visto, me acerca automáticamente, por lo menos en ese plano. Tener una anécdota similar me hace sentir acompañada.

Los puntos en común nos aproximan y nos dan referencias que son fáciles de entender. Y, aunque nunca podemos perder de vista que por muy parecidas que sean nuestras historias, cada una es única, el hecho de sentirse identificado con alguien más amplía nuestro universo. No hay prejuicio que se sostenga cuando reconocemos un mismo sentimiento, idea, emoción, en la otra persona. ¿Cómo puedo menospreciar a alguien con el que comparto vida?

Aunque tuviera una gemela, jamás tendríamos el mismo camino recorrido. Eso me hace única. El hecho de encontrar gente que comparte algunas de mis experiencias me hace parte de la humanidad. Y saber que a muchas otras personas les disgusta tener mojada la punta de la nariz, me da la paz de saber que no soy (tan) rara.

El Alimento del Cerebro

Aunque me cueste, es muy evidente elegir un brócoli en vez de una papalina cuando me toca decidir con qué nutrir mi cuerpo. Y por lo mismo me parece extraño que uno piense más en qué se va a meter a la boca, que qué va salir de ella.

Generalmente se considera sólo lo que alimenta nuestra parte física, pero somos mucho más que cuerpos. Y todo lo que somos toma sustento de alguna parte, se lo demos conscientemente o no. Y eso también es lo que sacamos. Un cerebro anímico se nota con la primera frase. No creo que sea necesario estudiar física cuántica para tener algo interesante de qué hablar, pero tal vez sí vale la pena meterle al RAM algo más sustancial que chismes.

Mi cerebro da vueltas solo, supongo que le pasa lo mismo a todo el mundo. Y si no tiene algo importante en qué fijarse, termino obsesionada con cosas tan estúpidas como que me tengo que despintar las uñas. Desperdicio de espacio entre las orejas.

Intento encontrar los brócolis mentales para balancear la información chatarra que consumo. No siempre lo logro y termino atorándome de televisión tonta. Pero más de algo nutritivo se logra meter.

Prolongar el Placer

Tenemos muy pocos siglos de vivir como personas «civilizadas» que no tienen que salir a rifarse el pellejo para cazar y recolectar la poca comida que consigamos. Independientemente de si la agricultura fue mejor o peor para nuestra salud, todos esos milenios viendo tigres entre las sombras (aunque sólo fueran mariposas), le informaron a nuestros cerebros a esperar lo peor.

Luego vengo yo y estudio derecho. Ser abogado, esencialmente, es poder ejercitar la habilidad de imaginarse las peores consecuencias de una decisión. O sea, yo soy una pesimista profesional: un golpe en la cabeza inmediatamente puede ser una contusión cerebral, una llamada es para contarme malas noticias, los jeans seguro no me van a cerrar. Deformación profesional. No quiero ni preguntarle a un patólogo cómo mira el mundo.

Vivimos con la tendencia a enfocarnos en lo malo, en lo negativo, en el peor escenario y creemos que la gente que vive feliz y optimista no sólo está engañada, sino que es tonta. Y se nos olvida enfocarnos en las cosas lindas que nos rodean, incluídas las más banales. ¿Cómo es eso que un chiste deja de ser gracioso a la segunda contada? ¿Pero seguimos llorando por el novio que nos cortó cuando teníamos 15 años?

No se trata de enterrar la cabeza en la arena y no ver lo malo que hay en el mundo. Yo creo que la meta es prevenir las consecuencias (malas y buenas) de nuestros actos y de las circunstancias que nos rodean, pero enfocar nuestra energía en lo positivo, lo bueno, lo bonito. Desde el aroma de una tortilla recién hecha que esperamos comernos con sal, hasta una mirada que encierra amor y deseo y felicidad. Por eso trato de darme un par de segundos para sentir el sabor de la comida en mi boca, para fijarme en lo suave del pelo de mi gato, para grabarme en el alma el sonido de la risa de mis hijos, para disfrutar el peso de una mano conocida en mi espalda. Aunque luego le encuentre el pelo a la sopa.

Ponerse en Vitrina

Dicen que a uno le molestan cosas propias cuando le caen mal otras personas. Yo no estoy del todo de acuerdo: cosas como la patanería y la hipocresía son defectos que me repugnan y ninguna me aplica, por lo menos eso espero. Pero no deja de haber algo de realidad en ese dicho. De alguna forma nos vemos reflejados en las personas con las que interactuamos.

Enseñarse al mundo, de cualquier forma, es exponerse al escrutinio. Queremos compartir alguna parte de nuestra vida y nos ponemos bajo un vidrio. Y allí está la magia: el cristal en una vitrina sirve tanto para ver hacia dentro, como para revisar nuestro reflejo.

Por eso hay que enojarse muy poco, o nada, de lo que opinan extraños acerca nuestro. Muchas veces lo que perciben son sus propias ideas rebotadas en nosotros. Es lo lógico. Percibimos el mundo a través del filtro de nuestras experiencias.

Así es que, la próxima vez que me caiga mal alguien gritón, que habla mucho y le gusta llamar la atención, voy a quedarme calladita.

La Batalla de las Siestas

De verdad espero que cuando sea grande, mi hija sea tan difícil de llevar a la cama como cuando quiero que haga una siesta. ¡Qué gana de pelear contra dormir! Las ojeras le llegan hasta la barbilla, los ojos se le traban, se pone insoportable, pero no. Pareciera que le estuviera ofreciendo comer arena.

Entonces le digo que tal vez, si se está muy quietecita, uno de los dos gatos al fin se va acostar sobre ella. La paz le dura cinco segundos. Luego la pongo a escoger el ruido de fondo (lluvia, viento, fuego, truenos). Nos acomodamos, alega, la abrazo, alega, le hago cariñito, alega. Y alega. Y alega. Hasta que, a media alegada, ronca. Así. No hay transición. Y yo me quedo con un nudo de piernitas y bracitos sin poder moverme hasta que a la bella durmiente se le da la regalada gana despertarse. Cuatro horas después.

Podría (y lo he hecho) sentir que estoy desperdiciando tiempo valioso que estaría mejor empleado en otra cosa. Revisar correos de clientes, hacer capas de Batman, organizar eventos de Rotarios, escribir… Muchas cosas parecieran más «importantes» que estar acostada sin siquiera poder dormir, esperando que una peluda abra los ojos.

Y luego siento el peso de una piernita y un bracito. Y huelo el aroma de su cabeza en mi hombro. Y oigo el dulce retumbo de sus nada delicados ronquidos. Y no hay nada más importante en ese momento que servirle de almohada y calentador y rocola y protectora.

Es por eso que mañana también voy a luchar la batalla de las siestas. No siempre salgo victoriosa, pero siempre vale la pena intentarlo.

Pintar con Palabras

Durante el almuerzo me balanceo entre el deseo de escuchar aventuras de colegio y la necesidad de apurar a los niños para que terminen rápido. Mientras uno habla, el otro come, cuando me va bien. Y, entre recordatorios del uso correcto de cubiertos, respeto de espacios personales y ¡por favor no hables con la boca llena!, también se dan lecciones de comunicación. Los niños parecieran venir con un stock de efectos especiales auditivos. La mitad de las descripciones son «Bum, crash, piuj, piuj…», acompañadas de dedos que dan vueltas, palmas que chocan, puños que somantan.

Yo soy fanática del lenguaje. Creo que es la herramienta que verdaderamente nos distingue de los demás seres vivientes. Nos permite hacer tangibles cosas que sólo existen en el éter de nuestros cerebros. Les damos forma a los sentimientos, color a las emociones, sustancia a las ideas. Quitarle la voz (en sentido esotérico) a una persona, su capacidad de expresarse, es quitarle mucha de su pertenencia al mundo. Enseñarle a alguien a traducir su mundo interior a un medio de expresión que pueda compartir con los demás es abrirle paso para cumplir con sus sueños.

La manipulación del lenguaje, torcer conceptos comunes para que signifiquen algo diferente de lo usual, es casi un crimen. Es un engaño solapado que causa más conflictos que muchos insultos. Tratar de dialogar con alguien que le da un sentido distinto a la misma palabra es correr cuesta arriba en el lodo bajo la lluvia arrastrando una tonelada. Descalzo.

Por eso los pobres y sufridos menores de edad de esta casa saben bien qué contestar cuando se les pregunta ¿para qué sirve el lenguaje?: «Para comunicarse.» Y guardan los efectos especiales para cuando trabajen en el cine.

El Desorden Organizado

Recuerdo la mesa de trabajo de mi mamá: más parecía una escultura moderna intentanto desafiar la gravedad de tantas cosas que tenía apiladas. Pero ella decía que podía meter la mano entre el relajo buscando un lápiz azul y ¡voilá! salía un lápiz azul. El desorden era evidente, pero el método existía. Yo heredé métodos para hacerlo todo, así venzo mi inclinación natural hacia el desastre.

Ser metódico es bueno para terminar procesos, como siempre vestirse en el mismo orden y no olvidarse de la ropa interior. Difícil hacer un pastel sin medir meticulosamente todos los ingredientes.

Pero también es peligroso dejar que el método sea más importante que el resultado final. Aprender a tener flexibilidad para salir al paso de eventos inesperados, es una cualidad que ayuda al final a conseguir lo que se quiere.

Yo funciono mejor sobre una cuadrícula, aunque me duela el cerebro tratando de meterme a curvas. Y, para evitar el desorden, hago trampas como no tener gavetas en la casa.